lunes, 4 de noviembre de 2019


EL GATO 


Su mirada carecía de luz cuando observaba el reloj. Las horas, los minutos, los segundos, los instantes, los pálpitos, las eternidades, cualquier unidad de tiempo podía servirle para conocer cuándo entrar a trabajar, cuándo llamar a mamá, cuándo celebrar la Nochebuena, cuándo ver las noticias o cuándo acudir a una nueva entrevista. El tic-tac del reloj, ¡tan antiguo!, del salón le proporcionaba una calma familiar que apreciaba, aunque lo disimulaba, mostrando fingida indiferencia, tratando de no pensar que era así, que era el susurro que acompañaba a sus sollozos en su soledad de los domingos por la tarde, como quien calla palabras y contiene gestos, para que no se sepa lo que ya se sabe. Acariciaba su mente el sonido pendular, como si le fueran masajeando las sienes sentado en una barca que avanza lentamente y siempre hacia delante, con los ojos cerrados, olvidado del fluir, de su avance inexorable y monótono. ¡Ese salón…! Dos cuadros de Lola Montero, luz tenue, varias figurillas de Eva Galli; los libros seleccionados por la belleza de su edición, la hermosura de sus lomos y la perfecta concordancia y simetría puestos unos junto a otros; azulejos enmarcados, un grabado del XIX, … eran equilibrio, La figurilla del gato tal vez podría desentonar, pero no lo hacía. Estaba puesto sobre el reloj de tal manera que no hacía estridencia. Era un gato sugerido, casi ninguna visita lo descubría, pero él siempre lo tenía presente. Las rosas, siempre frescas en el jarrón, hacían de escondite travieso al gato de mirada perdida. Pero él lo observaba cada cierto tiempo. Sus ojos desprendían luz siempre que lo miraba, y lo miraba con asiduidad. Como si descubriese ese objeto de silueta felina con nueva sorpresa cada vez, rodeado de otros tantos; siempre allí, se sentaba en el sofá y de tanto en tanto lo miraba con tranquila inquietud.

         Su color rosado lo contrariaba. Un color bugambilia (en cualquiera de las tonalidades, desde el morado al magenta, pasando por el suave violeta agapanthus), en el pelaje del gato le mantenía en su rutina, pero, según sus cálculos, el azul tendría que haber llegado ya.

         Estaba impaciente. Tenía una cita. ¡Con ella! Con ella… Una cita… La recordaba mirando de soslayo. De reojo, casi. En su pensamiento aparece su imagen un poco de perfil, a contracorriente amable del eje de profundidad, con su sonrisa envolvente y su mirada señalando hacia un camino escondido, secreto, presagio de una ruta acertada y desconcertante a un tiempo, una senda de vitalidad in crescendo. ¿De qué color eran sus ojos? Eran más oscuros de lo que podría pensarse: eso era por la luz que desprendían, los hacía aparentar más claros. Sus ojos…

         Tenía una cita. ¡Cómo la deseaba, esa cita! El encuentro, en el momento acordado. El lugar era su trozo de cielo. Lo llamaban así, el cielo, porque era el parque donde jugaban cuando eran como ángeles, ¡quién lo diría!, ha cambiado tan poco… Y en ese cielo había un pedazo. La rayuela se marcaba siempre ahí, ella jugaba mucho ahí, el balón tantas veces acababa ahí, él fue tantas veces a por el balón, ¡qué indiferencia entre ambos en aquel paraíso…!

         Allí habían quedado. Ese era el lugar. ¿Cuándo? El tiempo atmosférico lo decidiría. Tres de noviembre. ¡Qué calor! No era normal. ¿Esto merece el nombre de otoño? ¡Cómo puede ser! El gato no se tornasola, la soledad sigue en su tic-tac. Este tres de noviembre no será.

         Releer a Papini no le apetece. Abrir La Regenta al azar y rememorar pasajes le daba algo de miedo. Mejor lo nuevo, Grecia, de Juan Vicente Piqueras, no está terminado aún, y es tan delicioso…

         Dejó de oír el reloj absorto en la lectura; extraía de los versos pensamientos salados, viajeros y alumbrados, pero presagió de súbito una estrella. Como quien mira al cielo buscándola, un haz celeste guio su mirada al gato.

         Gato azul.

         El gato se había puesto azul. Apartó la cortina y el visillo de una vez: el día se había puesto oscuro, oscuridad de dolor de cabeza y rodillas, oscuridad mensajera de un encuentro.

         “Romperá a llover”, pensó. “La lluvia no ha empezado, aunque me envuelve” – y abrió la ventana para sentir la humedad y dejar que le cubriese el rostro. Y dejó abierta la ventana cuando echó a correr.

         Echó a correr. La gente corría hacia sus casas, hacia tiendas, hacia refugios improvisados para no empaparse, y él corría hacia fuera, irrefrenable, confundidas sus lágrimas gruesas con el agua que salpicaba su cara, hacia su trozo de cielo, entre sollozos, el parque cerrado, irrefrenable, salta la valla, con su rumbo claro, ya había llegado la hora, era el día, tenía que estar en el minuto acordado, con el mismo ímpetu que cuando iba a por el balón perdido en su infancia, tenía que estar en el segundo exacto, en el pálpito exacto, ¡y ya llovía!, a su cielo, a su trozo de cielo en su eternidad exacta.

         Y se paró. Llegó. A tiempo. Cuando más arreciaba. Sin abrigo. Cerró los ojos. Y allí estaba ella. La veía, justo en frente. Sus cabellos de un negro más bello que la propia oscuridad de un tres de noviembre que sorprendió a todos. Se miraban con ojos luminosos. Ella casi de reojo, su sonrisa envolvente, su risa vibrante, de alegría reposada y paz gozosa. “Todo está bien. Mi vida, todo está bien”.


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